Sus ojos, ya desde la lejanía del ocaso, bramaban por un poco de descanso, y su mente apenas se mantenía con corrección por la senda de la vigilia. Estaba rendido, pero el mundo externo, el que transcurría más allá de sus preocupaciones y el umbral de su residencia, continuaba con su natural avance. Visto desde lejos, el tiempo tan sólo se había detenido entre las cuatro paredes de la habitación en la que se hospedaba. Como dios supremo de la causalidad, éste se había negado a continuar avanzando únicamente allí, y por tanto, todos los relojes presentes en la sala habían quedado paralizados con sus agujas marcando las cinco y cincuenta de la noche, minuto arriba, minuto abajo. Señalando la fatídica hora del bloqueo, el preciso instante en que la luz del cerebro de Jasón se apagó, dejándolo seco y vacío. Una noche más.
El deteriorado espejo devolvía a Jasón una imagen truncada y poco fiable, pero él nunca había hecho caso alguno a ese tipo de detalles. Su carácter era mucho más pragmático y, sobre todo, poco dado a la observación escrupulosa. Él sólo veía lo que quería ver, y lo que él buscaba ahora era inspiración pura y plena, sin matices. No le importaba encontrarla agazapada entre los pliegues oscuros y cavernosos de sus ojeras, ni tampoco hallarla camuflada entre los infinitos pelos blanquinegros de su espesa barba. Lo único importante era traerla de vuelta, y ponerla a trabajar como esclava de su pertenencia que era.
La estrecha habitación de la séptima planta del Motel Cobre, habitual residencia del escritor, estaba bañada por un intenso olor a desesperación. En el aire comprimido en aquel sucio cuarto se podía aspirar la fragancia del dolor por la incapacidad de crear. Era un hedor similar a las almendras podridas, a las cucarachas, al sudor rancio de los cuerpos que se abrazan y frotan. Pero para Jasón era ya una esencia familiar; casi como su propio olor personal. Entre todas las demás fragancias, aquella era la más poderosa, la que imprimía más explícitamente su huella en cada inflexión del cuarto prefabricado de madera y plástico, a pesar de que no era la única.
La ropa de cama hedía a falta de expectativas, a noches de insomnio, y a adioses inesperados. El armario olía a renuncias amargas, y a una soledad más larga que la existencia del mundo. El ordenador, frente al que el hombre se sentaba durante jornadas de más de diez horas, estaba dominado por un ácido olor a desorden intelectual, a ausencia de ideas, a desesperanza sutilmente mezclada con perversión. Pero, al final, a pesar de todo, se trataba de olores imperceptibles para el propio escritor, hundido por la imposibilidad de ofrecer algo más de sí mismo.
Una noche más.