Algo brusco e intermitente le dolió de repente en el pecho, como mortal picadura de insecto, y entonces comenzó a repartir sutiles trazos en tonos tierra, reafirmados por violentas embestidas en colores pastel, y aliñados por un conjunto de manchas de colores opacos que teñían la tela hasta entonces lisa y yerma.
Medea estaba fuera de sí; mezclaba figuras, técnicas y herramientas de un modo profesional y novedoso, y a la vez, cada nuevo contacto entre los pinceles y la rugosa superficie suponían la pérdida de una porción única e intransferible de su alma. Lo estaba dando todo de ella misma, lo que anatómicamente suponía tan pronto llorar con desconsuelo como reír sin razón evidente. Era una sensación semejante a encontrar aquello que hace a uno sonreír dentro de la tragedia, o a expulsar lágrimas ante una excesiva felicidad. Acto inexplicable, siempre misterioso.
Para Medea la creación era pasión, era voluntad desatada. Como un trance controlado, cual procedimiento olvidable que finalmente ofrece un resultado magnífico. Nada sabía la mujer de herramientas y acabados, y apenas conocía el argot de la pintura, pero las musas puntualmente acudían, apoderándose de sus manos y brazos para elaborar obras de arte atemporales.
Detrás de todo aquello, podía decirse que el rito inspirador no era otra cosa que una simple posesión sin exorcismo. Medea se consideraba el instrumento a través del cual una entidad superior imprimía sobre el lienzo su particular concepción de la vida. Por lo que a ella respectaba, era como una espátula más, como una paleta de madera de las que ella misma se servía, pero utilizada por unas manos más poderosas que las suyas.
Así, cada tarde, en su esquina del parque, ante decenas de paseantes y curiosos, se dejaba llevar por las violentas sacudidas de la “inspiración”, palabra altamente ilustrativa, pero que ella nunca habría utilizado para describir su intangible y rotunda capacidad creativa.
[Extraído del proyecto en elaboración Sobre la inspiración]